jueves, 11 de febrero de 2016

De lo ocurrido dos días antes de la toma de Granaditas

   Te contaba en el artículo anterior de la gran duda que tengo (o ligero desagrado) a que sea celebrada como la fiesta cívica más grande de Guanajuato la del 28 de Septiembre, fiesta que recuerda la "heróica" toma de Granaditas. Hace tiempo, al igual que la mayoría de los mexicanos, al respecto sabía lo del Pípila, la loza que cargó en la espalda, la untada de brea en la puerta, la quema de la misma y la entrada de la turba al interior de la Alhóndiga. Pero, en 2010, cuando leí detalles de lo sucedido realmente ese día, el panorama que vi fue otro. Muy distante de ser una cosa heroica y más bien un asalto, un abuso, un exceso y luego una borrachera con el consiguiente atraco a todos y a todo. Los recelos acumulados durante décadas, como en olla exprés, estallaron ese día y los acontecimientos fueron algo que, creo, dista mucho de la heroicidad. Esto es lo sucedido el 26 de septiembre, dos días antes de la toma de la alhóndiga.

  "Este acontecimiento tan inesperado puso a toda la ciudad en el mayor conflicto por ver el desamparo en que había quedado, reduciendo a un solo punto la defensa; y esto movió al señor alférez real don Fernando Pérez Marañón, a citar un acuerdo que debía presidir el señor intendente, lo que se verificó la tarde del 26 [de septiembre de 1810] en la misma alhóndiga. El citado señor alférez real fue el primero que habló en aquella junta, manifestándole al señor intendente el desconsuelo en que se hallaba toda aquella ciudad por haberse retirado su señoría a aquel punto con toda la tropa, de que resultaba quedar el lugar en un total desamparo, incapaz de defenderse en caso de algún asalto; a lo que contestó el señor Riaño que le había sido indispensable tomar aquel partido, atendiendo a la poca gente que tenía de guarnición, por lo que había elegido aquel lugar por más fuerte, por ser todo de cuartón y bóveda para poderse mantener en él custodiando los reales intereses, hasta morir al lado de ellos como lo tenía de obligación, y que el vecindario se defendiera como pudiera, con lo que terminó el acuerdo y el señor intendente siguió dirigiendo sus obras, tapando por dentro con calicanto una de las dos puertas de aquel edificio, y haciendo preparativos para la defensa con pólvora, balas, y un género de bombas que se inventaron con los frascos de hierro en que viene envasado el azogue en caldo, los que llenos de pólvora y apretados los tornillos, se les hizo un pequeño agujero para ponerles una mecha y arrojarlos a su tiempo a los enemigos, cuyos cascos hechos pedazos al reventar hicieron el mayor estrago.

   Los días siguientes se emplearon en acabar de abastecer el fuerte de algunas cosas que faltaban, y en recoger los más de los caudales de los europeos, quienes creyéndose allí enteramente seguros, metieron cuanto pudieron de dinero, barras de plata, alhajas preciosas, las mercaderías más finas de sus cajones, baúles de ropa, alhajas de oro y diamantes, y cuanto tenían de más valor en sus casas; de modo que en más de treinta salas de bóveda que tiene en su interior aquel edificio, siendo éstas de bastante extensión, casi no se podía entrar a ellas por la multitud de cosas que allí se guardaron, de manera que no bajaría de cinco millones a lo que ascendía el valor de lo encerrado en aquella fábrica. Lo del rey se dice sería como medio millón de pesos en plata y oro acuñado y sin acuñar y setecientos quintales de azogue en caldo. Otras piezas se hallaban llenas de todo género de víveres los que con la provisión de agua del aljibe, mucho maíz y 25 molenderas que también se introdujeron fincaban una cierta esperanza de mantener por muchos días aquel fuerte, sin reflejar que se halla circundado de alturas indefensas, como son el cerro de Cuarto, el del Venado, la azotea de Belén y otras casas que hacen infructuosa la defensa, como lo acreditó la experiencia.

   El día 26 salieron fugitivos de esta ciudad muchos europeos que se mostraban los más valerosos, entre ellos don Modesto de Villa, don José González, don Juan Ortiz, don Juan Portegueda, don Pedro de la Riva, don Juan Zamora, y otros que desaparecieron del fuerte, infundiendo su fuga bastante desaliento en todos los vecinos de esta ciudad, de modo que ya no hubo quien asistiera a las avanzadas de Santa Rosa y Villalpando; pues de ochenta personas que las componían, sólo quedaron de seis a ocho. Al mismo tiempo cesó el entusiasmo de la plebe, diciendo públicamente en las vinaterías y plazas, que ellos no se metían en nada, y se advertía de la oración a las diez de la noche gente baja sentada en las banquetas de la plaza, diciendo, que allí esperaban el saqueo, para ver si les tocaba alguna cosa.

   El día 27 por la tarde se abrieron las puertas del castillo y salió el señor intendente marchando con su gente hasta la plaza mayor, donde la mandó formar en batalla; ésta se componía de cosa de trescientos hombres poco más; la primera y tercera fila de soldados del batallón con sus fusiles y banderas, y la de en medio toda de europeos en diversos trajes, y a los lados dos compañías de 35 hombres de caballería comandados por los capitanes don Joaquín Peláez y don José Castilla, tan mal montados los más de los soldados que los caballos ni hacían al freno, y eran muy ruines y flacos que sin remuda sufrieron las patrullas de las noches antecedentes. Los más de los soldados y europeos quedaron de guarnición en la alhóndiga.

   El viernes 28 de septiembre día terrible y memorable para esta ciudad a las once de la mañana llegaron a la trinchera de la cuesta que sube de la calle de Belén a la alhóndiga don Mariano Abasolo y don Ignacio Camargo, el primero con divisa de coronel y el segundo de teniente coronel acompañados de dos dragones y dos criados con lanzas, y entregaron allí un oficio que traían del cura Hidalgo para el señor Riaño, quien mandó decir por medio de su teniente letrado, que era necesario esperasen la respuesta por tener que consultar antes de darla, lo que oído por Abasolo se marchó inmediatamente, dejando a Camargo que aguardase la respuesta, y antes de que se la dieran, pidió licencia para entrar en el fuerte porque tenía que hablar en lo verbal, la que se le concedió, y desde la trinchera se le condujo con los ojos vendados a usanza de guerra, hasta que llegó a la pieza donde debía estar. Allí se le quitó la venda y estuvo en conversación con el teniente letrado, don Francisco Iriarte, don Miguel Arizmendi y otros individuos en cuya compañía se le sirvió la sopa, y se mantuvo conversando hasta que se le despachó.

   Ínterin pasaba esto, hizo juntar el señor intendente a todos los europeos y oficiales de tropa, y mandó que en voz alta se le leyese el oficio, que acababa de recibir, el cual en sustancia decía “que el numeroso ejército que comandaba lo había aclamado en los campos de Celaya por capitán general de América, y que aquella ciudad con su ayuntamiento lo había reconocido por tal, y se hallaba bastantemente autorizado para proclamar la independencia que tenía meditada; pero que siéndole de obstáculo los europeos le era indispensable recoger a los que existían en este reino y confiscar sus bienes, y así le prevenía que se diese por arrestado con todos los que le acompañaban, a quienes trataría con el decoro correspondiente y de lo contrario entraría con su numeroso ejército a sangre y fuego, y sufrirían el rigor de prisioneros de guerra, firmando Miguel Hidalgo capitán general de América.” Al pie de dicho oficio le decía al señor intendente “que la amistad y buena ley que le había profesado le hacía ofrecerle un asilo para su familia, en caso adverso.”

   Acabado de leer el oficio dijo el señor intendente “Señores ya ustedes han oído lo que dice el cura Hidalgo; este señor trae mucha gente, cuyo número ignoramos, como también si trae artillería, en cuyo caso, es imposible defendernos. Yo no tengo temor, pues estoy pronto a perder la vida en compañía de ustedes pero no quiero crean que intento sacrificarlos a mis particulares ideas. Ustedes me dirán las suyas que estoy pronto a seguirlas.”

   Un profundo silencio siguió a esta peroración, los más pensaban rendirse considerando la poca fuerza con que contaban; otros se hallaban con el corazón atravesado de pena en consideración a sus familias que habían dejado expuestas en la ciudad, pero temían ser los primeros en levantar la voz, hasta que lo hizo don Bernardo del Castillo, diciendo “no señor no hay que rendirse, vencer o morir” y oído por los demás, siguieron su dictamen y el señor intendente luego que estuvo satisfecho de la voluntad de todos se salió a contestar diciendo continuamente ¡Ah, ah, pobres de mis hijos los de Guanajuato!. Con la mayor entereza respondió el oficio al señor Hidalgo diciendo “que no reconocía más capitán general de la América que al excelentísimo señor virrey don Francisco Javier de Venegas, ni podía admitir otra reforma en el gobierno que la que se hiciese en las próximas Cortes que estaban para verificarse, y que en esta virtud estaba dispuesto a defenderse hasta lo último con los valerosos soldados que lo acompañaban”, firmando con tal serenidad como si despachara su correo ordinario. Al pie del oficio le contesta la carta particular al señor Hidalgo diciéndole “que la diferencia en modos de pensar no le impedía darle las gracias por su oferta y admitirla en caso necesario.”

    Despachado con esto a Camargo, comenzó el señor intendente a dar sus disposiciones para recibir al enemigo, colocó tropa en la trinchera y el resto con los europeos, parte en la plazoleta de fuera de la alhóndiga y parte en la azotea donde se puso bandera de guerra; las dos compañías de caballería se hallaban formadas dentro de las trincheras para defenderlas; se proveyó de cartuchos y demás necesarios, tomando la tropa un corto refresco; algunos sacerdotes y religiosos confesaban al que quería y todo estaba listo pero tanto en las alturas como alrededor del fuerte no se veía más que la plebe sentada como quien aguarda alguna diversión. (1)

Fuente:

J. E. Hernández y Dávalos. Historia de la Guerra de Independencia de México. No. 157 - Tomo II. Primera edición 1877, José M. Sandoval, impresor. Edición facsimilar 1985. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana. Comisión Nacional para las Celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana. Edición 2007

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